El
pasado 4 de julio un grupo de 15 personas, incluido el sacerdote de Puente
Genil, Juan Ropero, partimos hacia Perú durante 24 días. Íbamos cargados de
ilusión. Cuando llegamos a Lima, tras más de 11 horas de vuelo, tuvimos que coger
otro avión hasta la ciudad de Tarapoto, hacia la selva norte, en el
departamento de San Martín. Allí nos esperaban los dos sacerdotes que la
Diócesis de Córdoba envió para llevar a cabo esta misión. Pues en la zona no
existe diócesis, es una prelatura, la de
Moyobamba.
Francisco
Granados y Rafael Prados, son dos sacerdotes cordobeses encargados de la
misión. El numeroso grupo nos repartimos en dos coches, de Tarapoto partimos
hacia Picota, donde tienen su casa, donde vivimos casi todo el tiempo.
Fue un
viaje que, personalmente, no olvidaré jamás. Llegamos agotados, lo primero que
te encuentras es el clima. Calor y mucha humedad, piensas que no serás capaz de
aguantar, pero poco a poco, te organizas, en tu litera, con tus grandes
maletas.
Impresiona
la belleza de sus paisajes, selva pura, ríos inmensos, flores salvajes,
sencillamente maravillosas, mariposas preciosas, campos de cacao, coco,
plátanos.
Una sola carretera asfaltada que une Tarapoto de Picota, el resto:
barro. Primera parada, antes de llegar al destino: te abren un coco, y bebes el
agua. Tan fresco, rico y natural. Llueve casi todos los días, y todos los días,
es una aventura desplazarse, sencillamente a comprar al mercado.
A
partir de ahí, uno puede imaginar lo que significa para uno de nosotros, los
que vivimos en el “llamado primer mundo”, vivir en ese otro mundo. En
ocasiones, piensas que has saltado de planeta, que el avión te ha sacado de la
tierra. Cómo puede ser todo tan distinto.
No
hay ley de educación, ni de salud. Los jóvenes no saben qué hacer. Los mayores
no tienen dónde trabajar, curarte un constipado, es misión imposible, todo
cuesta mucho dinero. Un día fuimos a una farmacia, una mujer estaba comprando
dos pastillas, me impresionó mucho. En España aún nos quejamos por nuestra
sanidad.
Cada
día nos repartían en varios grupos, algunos acompañábamos a las religiosas de
Picota, Salesianas del Sagrado Corazón de Jesús, tienen un sencillo internado,
apenas da para recoger a 5 o 6 niñas, que llegan allí con vidas destrozadas, violadas
por sus propios padres borrachos.
Hicimos
labores de catequistas, ofrecimos testimonios sobre la solidaridad, el
matrimonio, la vocación, ayudaron a pelar pollos, tareas de limpieza…lo que
surgiera, nuestras manos estaban a su disposición. También acompañamos en el
reparto de la comunión a enfermos, algunos compañeros curaron a personas con
serios problemas, ayudábamos en la preparación de la Eucaristía.
Acompañamos
a los sacerdotes en su misión fuera del pueblo. Esto era una aventura con
mayúsculas, en ocasiones para llegar a un lugar recóndito en la selva, teníamos
que dejar el coche, coger canoas y moto-carros, atravesar selva es complicado,
es peligroso.
Hubo compañeros que vivieron la misión en estado puro, no
pudieron bajar de la montaña por fuertes lluvias, hasta pasados dos días, y lo
hicieron en caballo y andando. Llegaron exhaustos.
Estos
sacerdotes y religiosos, estos misioneros de Cristo, tienen mucho trabajo,
agotador, pero ellos son incansables, son héroes. Lo triste es que nadie se entera,
esto no es noticia. Se juegan la vida cada día. Sin esperar nada a cambio,
irradian calma, amor.
El agotamiento que genera la humedad es grande, la
impotencia por falta de medios, técnicos y humanos también es grande. Pero su
corazón es aún más grande. Si les preguntas hasta cuándo estarán allí, ellos te
responden, pregunta al de arriba.
Sinceramente,
este mes vivido entre ellos, he sentido la cercanía de Jesús, su presencia
entre los más pobres. Viven en la más absoluta pobreza, pero llegan a misa,
perfumados y bien vestidos, llenos de alegría. Hay lugares donde la misa se
celebra una vez al mes, en otros poblados de montaña, donde el acceso es
dificilísimo, se celebra misa una vez al año.
Antes
de hacerse cargo la Diócesis de Córdoba, en todas estas inmensas tierras, no
había sacerdotes, no conocían el catolicismo. Ahora, acuden a misa, se
bautizan, hacen la comunión, se van casando, llevan a sus hijos a las
catequesis.
Hay mucho trabajo, mucho por hacer, y pocas manos. Necesitan ayuda.
Aunque volvamos a nuestro mundo, algo podemos hacer. Por poco que nos parezca,
nuestra pequeña aportación, es crucial allí.
Carecen
de más habitaciones en el internado de las monjas para poder sacar a más niñas
del abuso constante, ofreciéndoles un futuro digno. Falta un dispensario, donde
puedan curar sus heridas sin tener que venderlo todo. Faltan talleres de
formación que ofrezcan esperanza a los más jóvenes.
La natalidad es altísima,
son niñas cuando tienen hijos, situaciones desesperantes, familias eternas, con
multitud de miembros, sin nada que hacer. Pero con una sonrisa en sus caras.
Siempre dispuestos a ofrecerte chifle, plátano frito, tan rico y sabroso. O esa
fruta maravillosa que no te cansas de comer.
Doy
gracias a Dios por esta experiencia misionera, animo a todos a vivir algo así.
Aunque no está exento de momentos complicados, en los que te preguntas qué
clase de persona eres, cuando acudía a misa, miraba la cruz, y le decía: qué
mierda de cristiana soy. Qué pensarás de mí.
Ahora sé, que Él me quiere tal
como soy, nos quiere tal como somos, en nuestra debilidad, nos hace fuertes.
Tras
mi regreso, sigo pensando qué puedo hacer, acuden las respuestas, mis manos
seguirán trabajando, desde mi pequeñez, desde mi fragilidad, pero estoy convencida
que El me guiará.
Recemos
por los misioneros, por las vocaciones, el regalo más grande con el que
contamos.
Natividad Velasco Márquez
Manos Unidas. Córdoba
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