“No me habéis elegido
vosotros a mí, soy Yo quien os he
elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto” (Jn 15, 16). Este es el inicio
de mi vocación, yo no la escogí sino que
me sentí elegida por Alguien para realizar una misión en la Iglesia y en el
mundo. De hecho nunca pensé ser monja, sino una seglar comprometida, pero Él me
llamó y dije: “Aquí estoy”. Soy la quinta de seis hermanos, de una familia
humilde y muy cristiana. Mis padres fueron mis primeros misioneros, ellos me
enseñaron a amar a Dios y al prójimo. Tuve una etapa de agnosticismo durante la
adolescencia, en la cual me sentía vacía y no le encontraba sentido a la vida.
Pero a los 19 años una amiga me invitó a participar en un retiro de los Cursillos de Cristiandad, en el
cual tuve un encuentro fuerte con Jesús que me cambió la vida.
Poco a poco
empecé a conocerlo más de cerca, a través de la oración personal, el estudio de
la Palabra de
Dios y el compromiso como catequista en mi parroquia. Fue como un
enamoramiento, cada vez me sentía más atraída por Él, su Evangelio me fascinaba y me iba naciendo
el deseo de darlo a conocer a los demás.
Terminando mis estudios de Magisterio, empecé a trabajar en
una escuela, como maestra de secundaria. Tenía mi trabajo, mis amigos, mis
diversiones de joven, pero no era del todo feliz. A raíz de la muerte de mi
padre, inicié a preguntarme sobre el sentido de la vida y el rumbo que quería
dar a mi existencia. Todas estas inquietudes se las presentaba al Señor en mi
oración y le decía: “Señor, qué quieres que haga? ¿Qué proyecto tienes para
mí?” Dios me habló a través de mi hno. franciscano, misionero en Bolivia. Por
él me vino “el gusanillo misionero”. Pero fue a través de la Revista de los Combonianos “Mundo Negro”, que yo conocí a las Combonianas. Ellas me
invitaron a una convivencia vocacional, asistí y salí fascinada. Me encantó su
forma de ser sencillas y cercanas, su modo de orar, encarnado en la realidad y
por supuesto el carisma de la “Misión ad
gentes”.
Después de un camino de discernimiento, que duró año y
medio, en el que tuve que vencer algunas resistencias y miedos, entré en el
Instituto de las Misioneras Combonianas. Durante la etapa formativa (Postulantado y Noviciado) se fueron aclarando
muchas dudas en mi interior y se fue afianzando mi amor a Cristo y el deseo de
entregarme a su servicio.
Mi primera misión:
Valle de Chalco (México). Es una periferia muy pobre del Distrito Federal,
habitada en su mayoría por indígenas emigrados del campo a la ciudad. En mis
sueños de joven misionera pensaba que iba a solucionar los problemas de los
pobres. Poco a poco me di cuenta que lo único que podía hacer era estar cercana a ellos, acompañarles y buscar juntos la solución.
Comprendí que estaba allí para ser un signo del amor de Dios en medio de ellos.
El método de evangelización que usábamos allá era las
Comunidades Eclesiales de Base (CEBs). Estos son pequeños grupos formados por
gente sencilla, sobre todo mujeres, que lograban abrirse con libertad, contando sus problemas
familiares y sociales: alcoholismo, drogadicción, violencia, desintegración
familiar… Todo esto venía iluminado con un texto de la Palabra de Dios y de
ahí, entre todos, sacábamos un compromiso para llevarlo a nuestra realidad y
poder transformarla. He visto verdaderos milagros en este campo.
Después de quince
años mis superioras me destinaron a Ecuador, para trabajar, colaborando con los
Combonianos, en la orientación vocacional,
la animación misionera y acompañamiento del Movimiento Juvenil América
Misionera. Fue una experiencia
apasionante y “sudada”, donde no tenía tiempo para aburrirme, pero también una
misión que me ayudó mucho a crecer y a madurar como religiosa Comboniana. Las
jóvenes querían conocer no solo como nosotras trabajamos sino como vivimos,
rezamos y nos relacionamos entre nosotras, así que usábamos mucho la
metodología de Jesús: “Ven y verás”, invitándoles a hacer una experiencia en
nuestras misiones.
En estos 25 años de vida misionera, puedo decir que yo
aprendí mucho de las hermanas con las que he vivido y de los pueblos donde he
trabajado, pues su testimonio humilde, sencillo y su gran fe en el Dios de la
vida me han evangelizado.
Después de 22 años fuera de mi país, lo
primero que me sorprendió al llegar fue la realidad social: el envejecimiento
de la población, la relajación moral y religiosa de la mayoría de la gente, la
inmigración masiva…todo esto era nuevo para mí y me preguntaba ¿Cómo
evangelizar hoy, aquí? Bueno, pues me toca poner mi “semilla de mostaza” en los
jóvenes, desde sus centros de estudio.
En efecto, mediante el trabajo de Animación Misionera puedo visitar las
escuelas e Institutos, compartir con los adolescentes de muchos países
(inmigrantes de primera o segunda generación) mi experiencia vocacional y
misionera y cuestionarles también a ellos para que busquen y encuentren su
vocación, que siempre será un proyecto de vida, para ellos mismos y para la
humanidad.
En el 2015 fui enviada a España donde estoy trabajando en la
Animación Misionera en colaboración con otros Institutos “ad gentes”.
Invito a los jóvenes a dejarse mirar por Jesús. Él nos ama
infinitamente y tiene pensado para nosotros un proyecto de felicidad. ¿Cuál
será? Solo lo descubriremos si escuchamos su llamada, que podemos sentir en el silencio de nuestro
corazón. No tengamos miedo de desconectarnos de tanto ruido que nos impide
escucharnos a nosotros mismos, a los demás y a Dios. Hagamos cada día diez
minutos de silencio para escuchar la voz de Jesús que nos invita a seguirle y a
comprometernos con Él en la construcción de un mundo más justo y fraterno.
Montserrat García
Me alegra tenerte por hermana, te quiero!!!
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