Soy
misionera comboniana y puedo deciros que yo no busqué esta vocación con el
ánimo de viajar, de ver mundo o de tener aventuras maravillosas. ¡No! la
vocación es una llamada de Dios que sientes en tu vida tan fuerte, que es capaz
de cambiar todo, de hacer que dejes todo por seguir a Jesús. La fuerza y la
entrega en la vida misionera vienen de la Gracia de Dios, del corazón, de
sentirse amada, y es desde ahí desde donde una aprende a amar, a sufrir y a gozar
con todos y por todo. Eso es lo que da sentido y vida a todo lo que hagas, digas y sientas.
Como
dice San Pablo: "proclamar el
evangelio no es para mí ningún motivo de vanagloria; se trata más bien de un
deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!". Anunciar
es llevar la buena noticia de Jesús y su Evangelio allí donde no ha llegado o
no ha sido afianzado. Y eso conlleva dejar tu casa, tu familia, tu tierra, tu cultura
y hasta la forma de concebir a Dios, para abrirte a lo diverso que encontrarás
en otras tierras y otras culturas, a otras formas de sentir y amar a Dios, tan
verdaderas como la de una misma.
Mis
34 años de vida misionera los he pasado en el Ecuador, con un breve período de
4 años en Perú. En estos pueblos he compartido muchas cosas, pero sobre todo lo
más importante: la fe.
En
Ecuador, "mi primer amor" (como dijo San. Daniel Comboni al llegar a
África) trabajé en la provincia de "Esmeraldas" situada en la costa
del Océano Pacífico. La mayoría de sus habitantes son negros y viven de la caza
y pesca. Allí trabajé como enfermera en un hospital pequeño de San Lorenzo
llamado de la “Divina Providencia”. Sólo teníamos 25 camas y servicios mínimos,
lo esencial para cuidar de las necesidades de salud de 45 Pueblos o Recitos
como allí se llama, donde las enfermedades más comunes eran las causadas por el
medio ambiente: la malaria, fiebre tifoidea, amebiasis y desnutrición de los
niños.
Más
tarde estuve en la provincia de Imbabura en la zona del "Valle del Chota"
habitada por los negros traídos de África como esclavos. Llegaban al puerto de "Cartagena de indias"
en Colombia y luego los llevaban allí para
trabajar en las haciendas o plantaciones de caña de azúcar y algodón
donde trabajaban para un patrón. Actualmente su actividad principal es la
agricultura. En medio de esta realidad teníamos 10 comunidades cristianas, o
pueblitos donde realizábamos nuestro apostolado. La escasez de sacerdotes en la
zona duplicaba nuestro trabajo apostólico.
El
tipo de pastoral que se hacía era la de reafirmar su ser afros (negros)
ecuatorianos, pues su situación histórica no les había ayudado a valorar su identidad.
Celebrábamos las Misas Afro, con sus
danzas y expresiones culturales que nacen de una fuerza interior donde expresan
la súplica y alabanza a Dios.
En
el campo de la evangelización, visitábamos las familias. Eso fue algo
importante para cultivar las relaciones humanas y para el conocimiento de su
realidad. De un modo especial favorecíamos el desarrollo de las mujeres,
doblemente marginadas debido a su color de piel y a su pobreza. Trabajamos
mucho para ayudarlas en su desarrollo humano y espiritual, capacitándolas para
cualquier tipo de trabajo.
También
hemos trabajado mucho en la formación de líderes. Eso es algo muy
característico de nuestro ser misioneras combonianas que es evangelizar para
que ellos sean protagonistas de su evangelización, como nos dijo nuestro
fundador San Daniel Comboni “Salvar África con África”. Hombres y mujeres
preparados para ser animadores de la fe, en sus comunidades o pueblos, ya que no podíamos llegar cada
semana a todos los lugares. Se creaban grupos, juveniles, catequesis para todas
las etapas: niños, adolescentes y jóvenes. Todo esto desde una pastoral afro,
teniendo en cuenta las costumbres y tradiciones de su cultura. Todo esto lo
realizábamos a menudo en condiciones difíciles: caminos sin pavimentar y con
mucho barro, con distancias muy largas, lugares sin luz y sin agua, etc.
También
pasé algunos años en el servicio de la
formación de las jóvenes que querían ser misioneras. Es muy hermoso ver cómo
las jóvenes sienten esta vocación y quieren dedicar su vida a Dios y llevar el
Evangelio más allá de sus fronteras. Una de las experiencias más fuertes en mí
tiempo como formadora fue el apostolado que realizábamos con las postulantes en
un centro de jóvenes reclusas menores de 18 años para su rehabilitación. Allí
llegaban por crímenes o violaciones que habían hecho o sufrido.
Mi
última etapa ha sido en Quito, la capital de Ecuador. En las ciudades es donde
están llegando la gente de las provincias para buscar trabajo y poder sobrevivir.
Se ubican en zonas marginales de la ciudad y viven situaciones no muy dignas a
todos los niveles. En esos lugares pobres me reunía con un grupo de mujeres que
se llaman “Perlas Negras” que trabajaban
bordando para sostenerse económicamente, y ahí antes de su trabajo de
bordado iniciábamos la formación y el compartir de la Palabra de Dios y de tantas
realidades de su vida diaria.
Dios
me ha permitido en estos años ver y compartir la vida de gente sencilla. He
visto y tocado su acogida, su humildad y sensibilidad hacia las necesidades de
los demás. He sido testigo de la sabiduría que tienen, sabiduría humana y sabiduría
de Dios. Y he constatado cómo se puede vivir con muy poco y ser feliz.
Doy
gracias a Dios por el don de caminar junto a los sencillos, a los pobres y
olvidados de este mundo que me han ayudo a dilatar mi corazón y ser más humana,
cristiana y misionera.
Natividad
Fernández
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