Ahora que regreso a la República Democrática del Congo me
siento súper feliz, muy ilusionada… pero también siento como un cierto “temor”,
porque sé que no encontraré nada de aquello que dejé cuando estuve por allí, ni
tampoco las personas, porque ya han pasado muchos años, pero voy dispuesta a
aprender, a vivir con la gente y compartir con ellos aquello que estén
viviendo.
Anteriormente ya estuve en el Congo, fue mi primer amor, mi
primera misión. En este país estuve siete años, en Kisangani cuando se iniciaba
la casa del noviciado y después estuve en Isiro, Dungu, algún tiempo en
Nangazizi. Era un momento de estar aprendiendo continuamente, porque por
circunstancias me tocó hacer un poco de todo. Al inicio toqué temas sociales
con minusválidos y la gente de la cárcel en Kisangani; de modo particular con
los menores que estaban en la cárcel. Fue una experiencia muy fuerte pero al
mismo tiempo muy bonita, porque realmente yo les hacía de mamá en muchos
momentos. También trabajé en la promoción de la mujer, en el trabajo con los
leprosos, en la parroquia en la formación de catequistas, las sesiones que se
hacían, los grupos K.A. (Kizito Anuarite). Era realmente un trabajo muy bonito,
porque cualquier cosa que organizábamos resultaba ser siempre extraordinaria. A
veces nos íbamos de excursión con los jóvenes, caminábamos durante todo el día,
nos llevábamos la comida que ellas habían preparado y era realmente una fiesta.
Después pasé al Chad donde estuve diez años. Allí realicé
una experiencia completamente diferente. Aquí aprecié muchísimo el modo de
trabajar de la diócesis. Se veía muy cohesionada, muy organizada. Cada uno
tenía espacio para moverse libremente pero siempre dentro de un marco general.
Se realizaban muchísimas asambleas tanto de desarrollo como de religiosas. Aquí
puedo decir que vivimos lo que se anunciaba tanto en nuestros programas, es
decir lo de ser “Iglesia-familia de Sarh”. Participábamos todos de todo,
incluso en los momentos lúdicos y no solamente de trabajo. Eso hacía que todos
los agentes pastorales estuviésemos muy unidos.
En mi vida he tenido también un tercer periodo de misión
mucho más duro que llegó sin buscarlo. Fue la misión de cuidar de mis padres
hasta el fallecimiento de ambos con bastantes años de diferencia. Me he sentido
siempre muy en paz aun siendo consciente de que a veces me “pesaba” porque
sabía que era una misión especial y que era una misión mía. El hecho de estar
al cuidado de mis padres me enseñó a valorar que siempre se aprenden cosas, de
un modo particular la gratuidad. Han sido años en los que he aprendido cosas
sobre mí misma, sobre el modo en cómo reacciono ante ciertas dificultades. El
ocuparme de mis padres en estos años ha sido realmente una experiencia que me
ha dado mucha paz. Era consciente de estar ahí, de estar para ellos y estar a
tope con ellos.
Ahora regreso a África y cuando miro la realidad según la
presentan los medios de comunicación me quedo un poco perpleja porque todo se
ve un poco negativo. Se nos presentan solo los problemas, las dificultades y de
modo especial la corrupción que está en todos sitios, es verdad, pero que en
estos lugares en los que hay miseria es una corrupción mucho más sangrante.
Pero personalmente creo en las personas y creo en la formación. Creo que aunque
las situaciones sean difíciles y malas, si las personas están equipadas para
hacer frente a los problemas todo cambia.
Es verdad que muchas veces no podemos
cambiar las situaciones que se viven, pero sí podemos incidir en la actitud y
el modo de ver y de vivir esas mismas dificultades. Por eso pienso que
realmente las cosas cambiarán cuando los políticos y la economía se decidan a
ello. Creer en las personas, trabajar por educar a las personas a la
responsabilidad, al bien común, es lo único que cambiará el mundo. Nosotras,
como evangelizadoras, aportamos un elemento más, la fe en Jesucristo, compartir
la fe y hacer emerger toda la bondad que cada persona lleva dentro y saber
discernir juntos.
Mari Ángeles Arlandis
Pellicer
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